Silvia llega devastada a su casa después de un arduo día en la oficia. Las frustraciones se han acumulado a través de la semana, y Silvia recuerda con cierto pesar que apenas es miércoles y aún quedan dos días antes de disfrutar del tan ansiado sábado, día que últimamente se ha convertido en un símbolo de libertad, un escape de la realidad estresante que representa su trabajo. De lunes a viernes Silvia batalla en lo que alguna vez vio como el ambiente donde podría demostrar sus capacidades intelectuales, aquella tierra donde podría desplegar sus alas y mostrar al mundo su potencial. Pero ahora, aquel escritorio se ha convertido en una trinchera desde donde libra una batalla en la jungla de las ambiciones, donde se toma café con personas que por quince minutos al día se muestran como tus confidentes y luego la paranoia corporativa las transforma en rivales que luchan por el mismo ascenso.
Silvia pasa la puerta de su casa, da dos pasos al frente y se desmorona en el sillón que guarda lágrimas ahogadas en semanas anteriores. Ha guardado sus frustraciones por más de ocho horas y por fin logra dejar la careta profesional a un lado y ahogarse en sus propias emociones. Es la única forma que ha encontrado para seguir sobreviviendo en el mundo laboral. Sabe por experiencia que hacerlo antes de llegar a su casa sería prácticamente un suicidio laboral, pues aprendió hace algunos años que expresar emociones en la oficina no siempre terminaba bien.
La última vez que dejó escapar una lágrima de frustración frente a su jefe le valió la etiqueta de “demasiado emocional”, y con ella venía el trillado recordatorio de que necesitaba ser más “fuerte” si quería seguir subiendo peldaños en la jerarquía organizacional. La lista de “premios” por su demostración hormonal cerraba con una sutil sugerencia de su jefe inmediato para que Silvia se matriculara urgentemente en algún entrenamiento de inteligencia emocional, la típica solución “de bolsillo” para aquellos jefes que no dejan de sentirse incómodos ante demostraciones de afecto por considerarlas fuera de lugar.
Silvia repasa los pormenores de su día laboral, recuerda los pequeños logros que la han hecho sentirse alegre por momentos, y también revive las conversaciones que no han sido tan placenteras. En ambos tipos de situaciones Silvia identifica un comportamiento común: ella ha aprendido a no mostrar sus emociones. De repente se da cuenta de que las lágrimas que está derramando no son únicamente de dolor, sino también de felicidad que le han deparado las felicitaciones y palabras amables de sus compañeros durante el día. Pero su máscara corporativa se ha mostrado fría ante cada situación y al llegar a casa es como si se abriera una gran represa que ha contenido muchos galones de agua por varias horas.
El relato de Silvia representa uno de los grandes mitos de la inteligencia emocional. Existe una falsa creencia de que ser emocionalmente inteligente equivale a no llorar nunca, a mantenerse “controlado” ante cualquier situación, a no demostrar su lado afectivo ante colegas. Este mito simplemente refuerza un comportamiento nocivo de “supresión” de las emociones, es decir, las personas hacen un gran esfuerzo por ignorar esa montaña rusa de emociones que experimenta su cuerpo durante un día normal.
Ese comportamiento es tan inefectivo como creer que echar la basura debajo de la alfombra elimina la suciedad de la casa. Si bien los sentimientos desbordados provocan reacciones desproporcionadas que no son constructivas, el hecho de ignorar las emociones también impide comprender las dinámicas invisibles en las organizaciones y por ende tampoco permite tomar acciones efectivas. La clave se encuentra en tener claro cuál será el espacio de expresión de los sentimientos. Educarnos emocionalmente para canalizar adecuadamente las frustraciones nos da la oportunidad de expresar nuestros sentimientos de una manera sincera y constructiva.
Por ejemplo, yo cuento con 2 ó 3 personas de mi confianza con quienes puedo desahogarme y comentar mis frustraciones y sentimientos negativos antes de tomar decisiones precipitadas. Esas conversaciones me sirven de válvula de escape y al mismo tiempo recibo sus comentarios sobre cómo han afrontado ellos situaciones similares. Muchas veces me han hecho repensar la forma como yo estoy reaccionando a determinada circunstancia, lo cual ha resultado muy útil para ser más consciente del ambiente que me rodea y obtener puntos de vista diferentes que permiten ajustar mis respuestas. En un plano ideal, el líder y el resto del equipo llegan a un nivel de conocimiento tal que propician espacios para que las personas disparen su arsenal emocional en una burbuja de seguridad sin miedo a “represalias”.
Debemos ver en las emociones una dimensión de la diversidad e inclusión que pueden catapultar a una organización que aspire a ser altamente efectiva en el largo plazo.
Que todos lloremos tan libremente como sonreímos en el trabajo,
y que todos sonriamos tan sinceramente como lloramos en la casa.
Autor: Cristian Arrieta